viernes, 20 de noviembre de 2015

Hélène Cixous - La llegada a la escritura


Hélène Cixous © Jérémy Engler 

Cualquier punto de llegada, ese momento privilegiado donde uno al fin habita, aunque sea por segundos, siempre interroga no sólo por el inicio desde dónde se ha partido, sino por esa trayectoria recorrida.

Llegar a la escritura no sencillamente como aquello que rasga una hoja o la pantalla de un ordenador, sino aquello que raspa, que marca, instaura una huella que antes no estaba y que quizás no vuelva estar... Quizás el viento se la lleve, o la lluvia, pero en ese recorrido aquel que la lee se ha transformado en ese mismo acto.

La escritura...modo de decir/se, de llamar a esa dificultad que está al otro lado de algo que es necesario atravesar...hacer/se esa inscripción que a la vez extranjera, produce un lugar donde habitar...cada vez. La llegada a la escritura metáfora carnal de tantas vicisitudes cotidianas donde el hambre puede ser tan real: la necesariedad de los alimentos, la necesariedad de los textos.


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¿Escribir? Ni lo pensaba. Soñaba con eso todo el tiempo, pero con el pesar y la humillación, con la resignación, la inocencia de los pobres. La Escritura es Dios. Pero no el tuyo.
                                                                                                             

Yo comía los textos, los chupaba, los mamaba, los besaba. Soy el niño innumerable de su multitud.


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Todo en mí complotaba para vedarme la escritura: la Historia, mi historia, mi origen, mi género. Todo lo que constituía mi yo social, cultural. Empezando por lo necesario, que me faltaba, la materia en la cual la escritura se talla, de la que se arranca: la lengua.

Tú puedes desear. Puedes leer, adorar, ser invadida. Pero escribir no te está concedido.


Hablar (gritar, aullar, rajar el aire, la rabia me impelía a eso sin descanso) no deja huellas: tú puedes hablar, -eso se evapora, los oídos están hechos para no oír, la voz se pierde. ¡Pero escribir! Sellar un contrato con el tiempo. ¡Anotar! ¡¡¡Hacerse notar!!!


Eso está prohibido.


No tengo lugar donde escribir. Ningún lugar legítimo, ni tierra, ni patria, ni historia que sean mías.


Nada me corresponde - O bien todo y no más a mí que a cualquier otro.


No tengo raíces: en qué fuentes podría hallar alimento para un texto. Efecto de diáspora.


No tengo lengua legítima. En alemán canto, en inglés me disfrazo, en francés robo, soy ladrona, ¿dónde iba yo a recostar un texto?


Hasta tal punto soy ya la inscripción de una distancia, que una distancia más es imposible. Me dan esta lección: tú, la extranjera, insértate. Toma la nacionalidad del país que te tolere. Pórtate bien, entra en vereda, en lo común, en lo que imperceptible, en lo doméstico.

He aquí tus leyes, no matarás, serás muerta, no robarás, no serás una mala recluta, no estarás loca ni enferma, sería una falta de consideración con quienes te hospedan, no zigzaguearás. No escribirás. Aprenderás las cuentas. No te tocarás. ¿En nombre de quién iba yo a escribir?

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Pero...,vivo en la escritura. Leo para vivir. Leí muy pronto: no comía, leía. Siempre "supe" sin saberlo, que me alimentaba de texto. Sin saberlo. O sin metáfora. Había poco sitio para la metáfora en mi existencia, un espacio muy restringido, que a menudo yo anulaba. Tengo dos hambres: una buena y una mala. O la misma sufrida de modo diferente. Tener hambre de libros era mi alegría y mi tormento. Libros, casi no tenía. No hay dinero, no hay libro. Roí en un año la bilbioteca municipal. Yo mordisqueaba, y al mismo tiempo devoraba. Como con los pasteles de Jánuca: pequeño tesoro anual de diez pasteles de canela y jengibre. ¿Cómo conservarlos consumiéndolos? Suplicio: deseo y cálculo. Economía del tormento. Por la boca aprendí la crueldad de cada decisión, un mordisco, lo irreversible. Guardar no es gozar. Gozar y no gozar más. La escritura es mi padre, mi madre, mi nodriza amenazada.

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¿Era yo una mujer? Al revivir esta pregunta interpelo a toda la Historia de las mujeres.



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Tal vez he podido escribir porque esa lengua escapó al destino reservado a las caperucitas rojas. Cuando no te pones tu lengua en el bolsillo, siempre puede haber una gramática que la censure.

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Y digo: hay que haber sido amada por la muerte, para nacer y pasar a la escritura. La condición por la que comenzar a escribir se vuelve necesaria -(y)- posible: perder todo, haber una vez perdido todo. Y esta no es una "condición" pensable. Tú no puedes querer perder: si quieres, entonces hay tú y hay querer, hay no-perdido. Escribir -comienza, sin ti, sin yo, sin ley, sin saber, sin luz, sin esperanza, sin lazo, sin nadie cerca de ti, pues aunque la historia mundial continúa, tú no eres ahí, tú eres "en" "infierno"...

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En verdad no tengo ninguna "razón" para escribir. Todo viene de ese viento de locura.

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Después, no sabes. Lo decide la vida. Su terrible fuerza de invención, que nos supera. Nuestra vida se nos anticipa. Siempre sobre ti, una altura por delante, un deseo, el buen abismo, el que te sugiere: "salta y pasa al infinito". ¡Escribe! ¿Qué? Toma el viento, toma la escritura, haz cuerpo con la letra. ¡Vive! Arriesga: el que no arriesga no tiene nada, el que arriesga no arriesga ya nada.


Al principio hay un fin. No temas: es tu muerte la que muere. Después: todos los principios.


Cuando has tocado el fin, sólo entonces el Principio puede advenir.


Escribir es un gesto del amor. El Gesto.


- Hélène Cixous, La llegada a la escritura

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